O’Donnell y su tiempo, una evocación histórica que trae ecos y reflexiones sobre el presente

El doctor Emilio de Diego García disertó sobre la figura del duque de Tetuán y sus intentos de hacer una política de Estado frente a los escándalos y la corrupción

O’Donnell y su tiempo, una evocación histórica que trae ecos y reflexiones sobre el presente

“El deterioro de las instituciones, la falta de legitimación por no cumplir su función, la ausencia de estructura que comunique a la sociedad con el poder acaba dando malos resultados, con episodios de populismo recurrentes y con desenlaces no deseables cuando menos se espera”. Con esta frase concluyó el doctor Emilio de Diego García, Secretario General de la Real Academia de Doctores de España (RADE), su conferencia sobre “España ayer y hoy: D. Leopoldo O´Donnell y su tiempo (en el 150 aniversario de su fallecimiento)”, en la que actuó como presentador el doctor José Antonio Rodríguez Montes, Bibliotecario de la corporación.

Hablar de Leopoldo O’Donnell y Joris, conde de Lucena y duque de Tetuán, obliga a hacer referencia al reinado del Isabel II, “en el que no pocos elementos evocarán algún eco del presente en ese ejercicio que es la historia, que es el pasado operativo sobre el presente. La memoria es la construcción emotiva que tiende más a dividir que a unir, por la propia naturaleza del recuerdo de cada uno; mientras que la historia debería de tender a unir, pero hoy está bastante lejos de un planteamiento verdaderamente científico”, apuntó el orador al iniciar su disertación.

De Diego aportó algunos datos para describir la España de mediados del XIX: poco más de quince millones y medio de habitantes, esperanza media de vida de 29 años, 66 por ciento de los trabajaban en el sector primario, de ellos, el 54 por ciento (4,3 millones), jornaleros. El 75 por ciento de la población era analfabeta y el PIB per cápita estaba en 7.136 pesetas constantes de 1958, que serían hoy quince veces más. Era un país en bancarrota que no había puesto orden en las finanzas públicas desde la Guerra de la Independencia, continuó De Diego, a pesar de los intentos de Bravo Murillo para arreglar la deuda. España era insolvente y sus títulos dejaron de cotizarse en las bolsas extranjeras.

Para Galdós, dijo el ponente al entrar de lleno en el personaje de la sesión, O’Donnell fue una época, por su identificación entre la sociedad y un individuo de esos que acotan muchedumbres. O’Donnell hizo hizo una brillante carrera militar iniciada con la guerra civil carlista, de la que España “salió sin ninguna transición tras el abrazo de Vergara. Aunque parece que el régimen liberal se asienta, hay un rebrote de la guerra a la guerra, y no de la guerra a la paz, porque son las propias facciones liberales las que se enfrentan en una lucha por el poder que seguirá a lo largo del siguiente cuarto de siglo”, agregó el conferenciante. Una lucha por el poder que comienza con el cesarismo de Espartero, a pesar de que había acatado la Constitución y la regencia de María Cristina. Con Espartero, prosiguió el orador, “llegaba al poder algo reiterado a lo largo del tiempo: el populismo, junto a otros dos males recurrentes: el bandolerismo y militarismo.

Una andadura política cuajada de cargos

O’Donnell figura en la fracasada sublevación contra el regente, que acaba siendo derrocado en 1843, con el apoyo de liberales y moderados, con la figura capital de Narváez al frente. Entre 1843 y 1848, O’Donnell fue capitán general de Cuba. El primero que visitó toda la isla y puso proa a los intereses británicos, advirtió De Diego. Volvió a la península en 1850. Después de ser Director General de Infantería, fue destituido por no tener vinculación con el partido moderado y vivió apartado hasta 1854, “cuando empieza su andadura: cuatro veces presidente del Consejo de Ministros, cinco veces ministro de la Guerra, seis veces ministro de Estado, seis veces ministro de Marina, y tres veces ministro de Ultramar, aunque de forma interina” agregó.

El duque de Tetuán se había convertido en cabeza de la oposición, al darse cuenta del peligro al que se conducía el país, con la descomposición del poder, el caos de las finanzas públicas, los escándalos y la corrupción electoral y administrativa. “En 1854, don Leopoldo firmó un manifiesto que demandaba cambiar la situación, legislar contra los escándalos y llegar al poder por otros medios, y no por intereses palatinos y de la camarilla”, señaló De Diego. Pero, la reina y el Gobierno no hicieron caso, cerraron periódicos, desterraron militares y destituyeron magistrados, mientras O’Donnell se escondía en un periódico de Madrid, hasta que al frente de tropas leales se enfrentó a las gubernamentales en la batalla de Vicálvaro, de donde se retiró a Manzanares.

La Revolución de 1854, a la que Cánovas dio contenido con su manifiesto: reformista, regeneradora y moralizante y cuyo orientador profundo era Sanz del Río, introductor del krausismo en España, no se planteaba la cuestión del régimen, pero se cuestionaba a la monarquía, lo que forzó a la reina a publicar su “manifiesto de las equivocaciones”. Fue una revolución castiza, subrayó De Diego, que mantuvo en el poder a los que estaban antes, aunque cambiaron las personas. Una revolución que acabó con vivas y mueras, una violencia controlada y la muerte de algunos alborotadores, como describe Galdós. Entre 1854 y 1856 se desarrolló una extraordinaria obra legislativa que afectó a la economía, la banca o los ferrocarriles. La cuestión del régimen se llegó a votar, pero la ganaron los monárquicos por amplísima mayoría.

Sin embargo, la obra de la revolución no pudo culminarse porque Isabel II destituyó a O’Donnell para poner a Narváez en el poder. Como destacó el ponente, la revolución “sirvió de poco, salvo para ver que podía ser posible un cambio de régimen en España”. Uno de los elementos influyentes que contribuyó al fracaso fue el proyecto desamortizador, que puso a la defensiva a la Iglesia, indicó De Diego.

La Unión Liberal, un partido creado desde arriba

Ante la incapacidad de Narváez para llevar adelante un gobierno eficaz, la reina llamó a O’Donnell, con el objetivo de que buscara un entendimiento que procurase una política práctica de Estado. Y don Leopoldo creó la Unión Liberal, un partido nacido desde arriba para ejercer el poder. El gobierno de O’Donnell duró cinco años, “algo inaudito en aquel momento, porque atrajo a sectores moderados y progresistas, frente al cerrilismo ideológico e intransigente, con una oposición con contenido dentro del Gobierno y las Cortes”, afirmó De Diego. Incluido Juan Prim, entre otros generales.

Reconducidos por O’Donnell, los restos de la revolución, con todo su hastío y frustración, acabaron en un partido operativo, lo que nos lleva a reflexionar sobre la realidad actual. Los intransigentes quedaron fuera. Hasta demócratas y republicanos llegaron a integrarse en la Unión Liberal, e, incluso, algún carlista. Una grey muy compleja que O’Donnell supo pastorear, como manifestó el ponente. La Unión Liberal desarrolló una intensa política interior y una importante labor en política exterior. España había permanecido al margen de todos los acontecimientos internacionales, salvo la intervención en Marruecos. Cada vez era más marginal en el concierto mundial, pero la Unión Liberal atendió aquellas áreas que importaban al país para su futuro inmediato, en la medida de sus posibilidades: afianzó Filipinas al participar en la expedición a Conchinchina, de la mano de Francia; la guerra de África fue una disculpa para desviar tensiones internas y aglutinar el sentimiento nacional, sobre todo en Cataluña; la expedición a México consiguió que se repararan intereses españoles perjudicados, o la intervención en Venezuela por los ataques violentos contra españoles.

A partir de 1863, O’Donnell propuso a la reina que Prim fuera la alternativa de Gobierno, pero palacio lo rechazó. Fracasaron las negociaciones con los progresistas y se rompió con ellos, lo que motivó las conspiraciones que llevaron a la Revolución del 68. La crisis financiera de 1866, que hundió varias entidades, agravó la situación económica, a la que se sumó una fuerte subida del precio del trigo, que provocó un extremo descontento popular. O’Donnell cayó en 1866, mientras el trono se debilitaba, e incluso temblaba por la posición de Prim. Don Leopoldo comprendió que se iba hacia la revolución. Pensó en una abdicación, pero el príncipe Alfonso tenía diez años, y una regencia parecía peligrosa.

Hombre de virtud ejemplar, según su biógrafo más entusiasta, el duque de Tetuán era la antítesis de personajes más viciados: morigerado en su vida privada, sobrio, sencillo y modesto. Murió pobre en Biarritz, donde estaba exiliado, en 1867. En su testamento escribió que, ocupado en el servicio de la reina y de la patria, había tenido abandonados sus intereses, concluyó De Diego.